
Según un reciente informe de Capítulo Infancia de la red Periodismo social, 215 millones de niños y niñas trabajan en el mundo. 115 millones de esos niños desempeñan trabajos peligrosos, y solo uno de cada cinco niños ocupados en el sector agrícola desempeña un trabajo remunerado. El informe señala también que en el norte de México cerca del 32 por ciento de la mano de obra indígena son niños y niñas que migran de otras zonas del país; y en Perú alrededor del 20 por ciento de los trabajadores de los lavaderos de oro ubicados en Madre de Dios son niños entre los 11 y los 17 años.
Tan lejos parecen los datos y, sin embargo, están tan cerca porque nuestra zona no está exenta de esta realidad y muchos de los adultos sabemos que hay niños y menores de 16 años que forman parte del mundo laboral precarizado.
La gran dicotomía se da en los casos en que esos pequeños deben salir a trabajar para contribuir al sostenimiento de su familia. Esos que realmente necesitarían el trabajo quedan apartados de las posibilidades reales laborales en las empresas que se manejan dentro de la regla. Esas empresas no pueden tomar a trabajadores que estén fuera de lo que señalan las leyes vigentes.
¿Cuál es la consecuencia? que muchos de esos pibes terminan trabajando en la informalidad total en el ámbito de la construcción, en las chacras, o en la industria ladrillera, por mencionar solo algunas. Es cierto: necesitan el dinero. Su familia lo necesita.
¿Pero no es menos cierto que esos chicos necesitan herramientas para desempeñarse en el futuro en trabajos menos duros? ¿No necesitan permanecer dentro del sistema educativo? ¿No debiera haber incentivo para que esos menores cursen estudios superiores o aprendan un oficio de los que son escasos?.
Como sociedad, debiéramos reflexionar sobre el lugar que deben ocupar los niños y los adolescentes y sobre cómo vamos a preparales el futuro que merecen las generaciones venideras. Hace falta un gran debate y un gran acuerdo sobre el tema. Es impostergable.
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