
Por: Adrián Giorgio (Estudiante de Letras Modernas, UNC)
El bostezó sufrió una muerte súbita y clausuró su apertura abruptamente, tanto que la lengua casi queda a la intemperie. La razón: él. Ese escuálido hombre. El vendedor levantó sus hirsutas cejas y los pliegues de su sebáceo pescuezo cuando lo vio atravesar el umbral. Su sorpresa no nacía del inhóspito horario que estrangulaba el cliente (todavía los maniquís no se habían bañado ni afeitado), sino por su vestimenta: saco y pantalones oscuros, camisa gris, sin corbata, y zapatos cafés. ¡Un desparpajo! Ese esmirriado joven insultaba el buen gusto; incluso el kimono de Samuel Tesler le habría causado menos impresión. ¿Acaso ese tipejo no sabía que allí todo debía ser colores, histriónica alegría, júbilo?
El rechoncho se arrastró hacia el cliente, dejando una baba viscosa en los adoquines blancuzcos. El otro, sumido en el vacío multicolor del paisaje, no lo advirtió hasta que estuvo a su diestra.
-Buenos días. ¿Está buscando algo?
-Sí, la felicidad.
-Mmm… no creo que tengamos eso.
-Lo imaginé. De todos modos me conformo momentáneamente con un sombrero-
-Excelente decisión-dijo satisfecho y descubrió sus dientes- Es inútil ir tras cosas que no existen. ¿Qué tipo de sombrero busca?
-No sé, apenas sé que busco.
-Mmm bien. Le muestro entonces lo que tengo. Espere tres minutos- dijo y caracoleó hasta el fondo del local, hundiéndose entre cortinas fucsias.
El escuálido saludó a los maniquís, quienes se ataviaban impúdicos, y tomó asiento en una pequeña butaca ambarina del rincón. Después de cuatro minutos regresó el vendedor. Se encontraba agitado y el sudor se había escurrido hasta sus uñas: sus regordetes dedos se asemejaban a grifos goteantes.
-Perdone la demora. Aquí tiene. En principio, traje dos para que los vea- eran muy bonitos: uno azul eléctrico, de copla plegable, y otro verde malva, tipo hongo o bombín. El escuálido se probó ambos, consultó con el espejo y su reflejo, con una mueca, los desechó.
-No, no son lo que busco.
-¿Y qué busca?
-No sé, apenas sé que busco.
El gordinflón se rascaba la papada, nervioso. Sospechaba que se trataba de un cliente difícil: los monocromáticos siempre generan problemas. Pero por si las dudas se lo preguntó.
-¿Usted es un cliente difícil?
-Muy- subrayó el otro.
El vendedor suspiró y espantó el tiempo perdido: quién sabe cuántos inútiles minutos de la mañana perdería con ese tipejo. Resignado, comenzó a enseñarle numerosos sombreros. El escuálido los tomaba, se los ponía, se veía ante el espejo y su reflejo, inclemente, los desechaba. Se probó todos: tipo Fedora, borsalino, de copa, fez, boina, gorra, ranchero, texano, cordobés, gaucho, calañes, de paño, chupalla, hasta colonial. Pero ninguno le gustó. Según él, porque no le quedaban bien.
-Oiga, ya se probó todo, ¿qué busca?
-No sé, apenas…
-Sí, sí. Bueno. Discúlpeme pero…
-Lo disculpo.
-Eh… sí, sí, en fin, lo que debo informarle es que se acabaron las opciones.
-Sí, escuché muchísimas veces eso. Pero dígame, ¿acaso no tiene sombreros para cabezas redondas? Todos los que me mostró no encajan.
-¡Hubiésemos empezado por ahí hombre! No, aquí únicamente vendemos sombreros para cabezas cuadradas. Este es un negocio respetable, para personas alegres.
-Ah, discúlpeme usted por entretenerlo inútiles minutos.
-Lo disculpo.
-Muy bien. Adiós entonces-dijo, giró sobre sus meniscos y se marchó.
Los coquetos maniquís, ya perfumados y luciendo sus mejores y más coloridas prendas, lo observaron irse cabizbajo, abatido, y después posaron su mirada en el rechoncho, que con los brazos en jarra, les dijo, indignado:
-Estos monocromáticos, siempre con ideas extrañas.
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