
Conocidos son los beneficios económicos del marketing (o mercadotecnia) para las empresas que lo han implementado en forma constante e intensiva, sobre todo las grandes y medianas, que usualmente son las más decididas a lograr un alcance masivo para sus productos o servicios. Las definiciones conceptuales de esta rama de la administración son diversas según los distintos autores de las teorías conocidas, pero más o menos la mayoría de ellos coincide en que su objeto es estudiar las necesidades de los potenciales consumidores para satisfacerlas con un producto o servicio y obtener por ello una ganancia. Claro que la ganancia será mayor mientras sean menores los costos de producción y por consiguiente la satisfacción de esa necesidad será de mayor o menor calidad, dependiendo también de la cantidad de competidores y de las estrategias que estos utilicen.
A pesar de su exitosa implementación a nivel económico para las empresas, no han faltado controversias sobre la manera en que se implementa y sobre algunos mecanismos de persuasión que se utilizan, especialmente cuando las estrategias se diseñan con mayor esfuerzo en lograr el acto de compra, sin importar si realmente el producto o el servicio será de utilidad o si cumplirá el objetivo de satisfacer alguna necesidad real, o por mucho tiempo, de acuerdo a lo promocionado en las reiterativas publicidades o promociones.
Es innegable que las investigaciones sobre el comportamiento de los consumidores han sido de una gran utilidad en muchos aspectos de la vida cotidiana, como por ejemplo el confort, o el desarrollo de productos relacionados con la tecnología, pero en los últimos años los esfuerzos de venta se han potenciado, según mi criterio, en parte por la voraz competitividad entre empresas y la ambición desmedida de sus propietarios, y porque muchas de las necesidades reales ya no representan un buen negocio o una gran oportunidad lucrativa. Entonces aparecen mecanismos de venta más agresivos dirigidos a modificar la frontera de lo que, en el común de la gente, se considera una necesidad, especialmente en temas socialmente sensibles que pueden representar una buena oportunidad, como por ejemplo la imagen personal, la estética o la supuesta necesidad de estatus social. Así, en los últimos tiempos, podemos observar publicidades de productos o servicios que se asocian cada vez más con la improbable posibilidad de alcanzar figuras masculinas o femeninas de exuberante belleza o la posibilidad de seducir “con el beneficio del producto” a una de ellas.
Gracias a sus matemáticos “beneficios” la expansión del marketing ha llegado a lugares impensados tiempo atrás, como por ejemplo la administración pública. Pocos son los gobiernos municipales que no están asesorados profesionalmente en esta materia, ni qué hablar de los provinciales y nacionales, donde esta rama de la administración con alto contenido psicológico sigue jugado un papel clave desde la postulación del candidato para ocupar el cargo hasta la forma en cómo llevará adelante su administración y los temas que serán prioridad en su gestión, comúnmente proyectando una imagen personal que le facilitará al político el acceso a otros cargos de mayor jerarquía de acuerdo a sus aspiraciones, últimamente y en términos generales, bastante alejadas de la vocación de servir a su pueblo.
Este cóctel de ambición excesiva y de herramientas administrativas modernas explica en parte, a mi modo de ver, la desvirtuación de la política que se nos presenta a diario en acciones concretas u omisiones de responsabilidades que, como administradores de servicios esenciales y de oportunidades para los ciudadanos, tienen quienes gobiernan. Lo que estoy diciendo no es que el marketing sea un problema, sino que mal utilizado, como toda ciencia, puede generar problemas o distorsiones en una sociedad a cerca de sus prioridades, como por ejemplo la creciente tendencia a adquirir deudas por encima de la capacidad de afrontarlas, para poder alcanzar la productos o servicios que no son de exclusiva necesidad.
En el plano de la política esta herramienta, mal esgrimida y saltando el umbral de la moralidad, puede dejar de ser un nexo entre las necesidades reales de los ciudadanos y la administración para convertirse en un facilitador para la construcción de una imagen que le permitirá al político alcanzar objetivos más relacionados con sus intereses personales.
Claro que la construcción de esta imagen estará condicionada por la medida en que los ciudadanos, en general, vean saldadas sus expectativas de gobierno, pero allí también entrará en juego la capacidad de persuasión de las estrategias utilizadas y creadas pensando exclusivamente en vender, en este último caso, en vender una imagen a costa de repetitivos mensajes y publicidades. De esta manera y a modo de ejemplo, un intendente que ha realizado un gran esfuerzo para realizar obras de infraestructura edilicia pero que se ha olvidado de su responsabilidad en un tema cada vez más sensible e indispensable para la vida como el cuidado del medioambiente, tendrá que diseñar estrategias que incluirán anuncios y publicidades destinados a torcer ese decadente aspecto de su imagen si desea alcanzar un cargo público de mayor jerarquía. Lo que no quiere decir que tomará decisiones de fondo necesarias o que se comprometerá en serio con la situación si es que esto pudiera incluir un implícito reconocimiento de sus omisiones o convertirse en un obstáculo de intereses para su carrera política.
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