Se dirigía hacia la costa. Caminaba de prisa, esquivando las miradas. Pasó ante el café Bohème sin siquiera fijarse si algún colega leía el periódico en las mesas del rincón. Ahora la soledad le apremiaba. En la esquina, tropezó con un calvo ancho y macilento, a quien le tiró su maletín. Se inclinó a recogerlo, mientras se deshacía en excusas, pero cuando vio su rostro gris y áspero retrocedió espantado. “Por qué me miras así”, dijo el otro, pero el joven ya se había marchado, asustado: él también estaba enfermo.
Como había previsto, en la playa no había nadie. Desde hacía meses que el puerto permanecía bloqueado y la gente ya no se aproximaba al mar. Se quitó los zapatos y metió sus pies en el agua. Estaba fría. Eso le gustó, lo hacía sentir vivo. Ahora, más tranquilo, pensaba que quizás debiera regresar, había cometido una estupidez yéndose así del departamento de Adolfo. Sucede que lo asaltó el pánico: al encontrarlo en ese estado no pudo articular palabra y sólo atinó a marcharse, dejándolo en su escritorio, sellando unos formularios.
En varias ocasiones, soñó que ese momento llegaría. Amanecía en su cama, sudando y turbado, y se decía que eso no le pasaría, que él era excepcional. Esas cosas que hablaba cuando se drogaba con sus amigos del círculo. Que viajaría a Ámsterdam, a Berlín, incluso a Tokio. Que fundaría su propia revista literaria. Que su obra se traduciría en varios idiomas. Bah, estupideces. Hasta Adolfo había sucumbido: sus irises se habían vuelto opacos, vacíos, y su piel había perdido su característico tono rosáceo. Por qué no se contagiaría también él.
Agotado, se echó en la arena y observó el sol, brillante, naranja, consciente de que era un privilegio efímero. Luego todos los matices del ocaso se perderían en el paisaje monocromático. “Andate de esta ciudad. No terminés como yo, por favor”, le había dicho su padre obsequiándole un boleto. Aquél día fue al muelle, sin embargo, no pudo subirse al buque. Tuvo miedo. El afuera se le presentaba oscuro e incierto: jamás había salido de su pequeño poblado y el anonimato de la ciudad se erigía como una amenaza. Se quedó de pie sobre la dársena, con la mirada fija en el barco hasta que este se hizo un punto en el horizonte. Después ya sería demasiado tarde: la infantería cerraría todas las entradas a Orán, de ese modo prevendrían que el virus se propagara.
Recién cuando encendió un cigarrillo, se dio cuenta: ya no percibía el aroma del tabaco, ni de las algas marítimas, ni de su abrigo de lana. Era uno de los primeros síntomas, imaginaba que en poco tiempo se manifestarían los otros.
Echó una bocanada de humo, resignado. Finalmente había comprendido: ningún hombre elude la peste. Recordó a sus padres, a sus amigos del círculo, a Adolfo, todos infectados. Todos. Y entonces sintió un sabor amargo en su boca y dejó de ver en colores.
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