El verdugo

Ambientado en Francia, el relato de Adrián Giorgio bucea sobre las oscuras decisiones que toman a veces los hombres, casi nunca justificadas, y sobre sus consecuencias.


Por: Adrián Giorgio (Estudiante de Letras Modernas. Docente de la Asociación Educativa Pío León)


Le descubrió su cabeza: era un joven escuálido e imberbe. Charles Henri Sanson presumió que tendría la misma edad que él cuando comenzó con ese infausto trabajo. El rostro aniñado del otro había perdido su color rosáceo y saludable,  y presentaba cortes en el pómulo y la boca. Posiblemente lo habrían golpeado en la celda, hasta que se desmayara, como ya había visto que hacían con el resto de los presos. En un principio, él creía que se lo merecían; de hecho, festejaba el castigo. Ellos le habían arrebatado a Marie-Anne, ellos eran los hacedores de su soledad. Ahora su purulento odio, su viscosa venganza, se había convertido en una oscura apatía, en la cual no había bandos. Ya no creía en el Pueblo, ni en la Revolución, ni en Napoleón. Las ideas, que anteriormente lo enfervorizaron, se tornaban en el presente vocablos vanos, serpientes entretejidas: en la ambigüedad del lenguaje él únicamente advertía siluetas. Eran los cuerpos que traían allí para ser devorados por el olvido.
Como sucedería con ese bello joven que miraba espasmódico los tablones de madera del suelo. Aún en las postrimerías de la muerte, no quería demostrar el miedo que se apoderaba de sus miembros. Quizá porque aún creía ingenuamente que eso era prueba de coraje y motivo de orgullo. Sin embargo, Charles Henri Sanson adivinaba unos ojos timoratos que rogaban por su salvación. ¿Cuál sería el crimen por el que se lo acusaba? ¿Acaso sería un simple ladrón como Pelletier? Aún recordaba aquel día. Si bien no era el primer hombre en su lóbrega lista (un año antes que se produjera la toma de la Bastilla, él ya era el “Monsieur de París”), las circunstancias habían hecho de su muerte un acontecimiento extraordinario. El estreno de la guillotina había despertado el interés del pueblo, el cual se había congregado en la Place de Grève, fuera del Hôtel de Ville. Era tal la cantidad de personas que habían asistido que la Guardia Nacional se hizo presente para asegurar que el evento se desarrollara sin contratiempos. Ante ese clima de fiesta, Charles Henri Sanson se sintió un bufón. Realmente allí no había justicia ni ejemplo, simplemente era un divertimento para la chusma. Pensó si los cargos que se atribuían contra el criminal justificaban semejante condena y no tuvo la certeza que en su lozana juventud lo caracterizaba. Sin embargo, la hoja de acero se precipitó sobre la carne y la testa de Pelletier rodó por el andamio. Ese día también murió algo en Charles Henri Sanson.
No obstante, el amor de  Marie-Anne lo rescató del abismo. Ante el acoso de sus propias voces, su esposa era una flor de lis en mitad del desierto. La ternura y candidez de su mirada, con sus dos ópalos brillantes como jade, ahuyentaba sus demonios con una suavidad que lo sorprendía y le hacía creer que quizás existiese la bondad en el hombre. Luego, su asesinato lo sumiría en la depresión y la reclusión, para volverlo por siempre un escéptico. Abandonó su oficio y legó su puesto a su hijo. Pensó que moriría así, en una soñolienta agonía; pero cuando se enteró que los culpables del homicidio de Marie-Anne serían juzgados, él quiso tener el honor de su muerte.
Aunque hasta el odio se diluye con los ocasos. Es así como ese hombre que antaño mostrabase vehemente e impetuoso, se convirtió  finalmente en un cuerpo deambulante. El sol vespertino de las ejecuciones lo había vuelto un ser granítico; ya no había emoción en su diestra: ni felicidad ni remordimientos.
Charles Henri Sanson comprendía ahora que la muerte de aquel joven había acabado por no importarle. En definitiva, su pasado, cualquiera hubiese sido, se sesgaría bajo la inclemente cuchilla. ¿Por qué hurgar en los resquicios de la memoria entonces? Una leve brisa trajo los murmullos del vulgo. Volteó y echó un vistazo a los centenares de testigos que presenciaban el acto en la Place du Carrousel: hombres y mujeres que aguardaban ávidos de sangre el momento de la ejecución; y se sintió extrañamente ajeno a ese espectáculo, como si hasta la muerte hubiese perdido su encanto.
El guardia acostó al joven sobre la báscula posterior y lo empujó al cepo, donde su cuello quedó aprisionado. Entonces los rumores fueron in crescendo hasta desgarrar el aire. Con los brazos alzados, los que se encontraban en la plaza pedían por su cabeza. Los niños eran los más eufóricos en su reclamo: un pequeño encima de los hombros de su padre, pegaba grititos exaltados. Charles Henri-Sanson observó la nuca del acusado, con sus hermosos cabellos rizados y castaños, y pensó que pronto estaría en una bolsa de cuero, como lo habían estado la de Danton, Robespierre, o incluso el mismísimo rey Luis XVI. De pie al costado del cuerpo, accionó el resorte ante la orden: la cuchilla descendió rápidamente y la muchedumbre  estalló en  una explosión jubilosa.
Flemático, el verdugo levantó la cabeza y se la enseñó a todos, mientras sentía como el sol acariciaba su piel y lo agrietaba.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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1 comentario:

  1. guaaa!! me encanta el blog, siempre encuentro temas muy interesantes.

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