
Por: AdriƔn Giorgio (Estudiante de Letras Modernas, UNC)
EscribĆa, cuando la habitaciĆ³n vibrĆ³: los muros se desplazaron hacia el centro del cuarto y redujeron un Ć”pice el vacĆo. Lo sĆ© porque el escritorio, arrimado a uno de ellos, esgrimiĆ³ una hĆ”bil estocada y me arrinconĆ³ contra la silla. Me escurrĆ de Ć©l y me reincorporĆ©. Siempre supe que ese dĆa llegarĆa, es mĆ”s, lo ansiaba oscuramente. ArremanguĆ© mis pantalones y me arrodillĆ©. Fiel a mi curiosidad, examinĆ© el piso: las rajaduras que separaban las blancuzcas baldosas me seƱalaban como las paredes se deslizaban cansina, pero constantemente. Era el fin. Agobiado, me echĆ© sobre mi cama y el colchĆ³n me fagocitĆ³ (aunque realmente yo me dejĆ© atrapar por Ć©l). Sin embargo, mĆ”s allĆ” de que yo me ocultase detrĆ”s de mis vanos discursos y aguardase la negritud, todo continuaba. El universo aĆŗn existĆa y los cimientos aĆŗn se movĆan; y debido a su desparpajo, la biblioteca trastabillĆ³, cayĆ³ y vomitĆ³, ademĆ”s de numerosos libros (los muy pĆ©rfidos), el retrato en que aparecĆamos mi padre y yo. Lo alcĆ©, subyugado por la memoria. La fotografĆa se habĆa estropeado: el vidrio dibujaba una cicatriz sobre mi torso, cercenĆ”ndolo oblicuamente. āNunca creĆste en mĆ, viejo. Nunca me apoyaste. Por tu culpa estoy acĆ”ā, pensĆ©. Y entonces no sĆ© si fue el ardiente deseo de borrarle esa estĆŗpida sonrisa de su rostro (motivada por mi derrota, imaginĆ© yo), o sencillamente el instinto de supervivencia de todo hombre; el asunto es que surgiĆ³ en mĆ una fuerza ignorada hasta ese momento, la cual me impulsĆ³ a deshacerme de las virulentas sĆ”banas, que se enredaban en mi cuerpo intentando refrenarme, y dirigirme hacia la puerta. La empresa no fue fĆ”cil. Los objetos ya habĆan copado casi todos los espacios libres y avanzaban amenazantemente hacia mĆ. SaltĆ© la pequeƱa cĆ³moda, esquivĆ© el perchero, tropecĆ© con mis zapatos y girĆ© el picaporte; pero la puerta no se abriĆ³. EmpujĆ© y nada. Le asestĆ© entonces feroces puƱetazos, patadas, incluso le arrojĆ© la silla, pero la violencia tampoco hizo mover sus goznes. Es como si millones de manos la sostuvieran, condenĆ”ndome al confinamiento. āĀ”ĀæPor quĆ©?!ā, increpĆ© a un cielo raso mudo. Pero la pregunta indicada era y siempre fue: ĀæPor quĆ© no? ĀæQuĆ© habĆa hecho yo para evitarlo? Ahora lo comprendĆa. No era por Ć©l, por mi viejo, ni por ellos, los otros, que yo me encontraba allĆ. Su presencia era el vil pretexto que justificaba mi anquilosamiento. Siempre lo fue. āEsto lo hago por mĆā, gritĆ© y la puerta cediĆ³, ya sin peso que la retuviera.
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