
Por: Adrián Giorgio (Estudiante de Letras Modernas, UNC)
Leticia se echó malhumorada en el silloncito. Su padre tardaría veinte minutos en pasar a buscarla. No explicaba el porqué de su demora, simplemente le había escrito un sms donde avisaba de su retraso. Observó a su alrededor. Salvo un reducido grupo de docentes, que estaban reunidos en la Sala de Profesores, ya casi no quedaba nadie en la Alianza Francesa: la mèdiatèque y la secretaría permanecían a oscuras y los pocos alumnos que tuvieron clase como ella, de las 19:30 a las 2100hs, ya se habían retirado. Incluso el Café de France había cerrado sus puertas.
Aburrida, se reincorporó y se aproximó, curiosa, a ver los nuevos cuadros que habían colgado en la galería. Cada tanto los cambiaban: siempre en el edificio se presentaban exposiciones, pequeños conciertos, etc. Leticia muchísimas veces, mientras aguardaba que llegue la profesora, se quedaba mirando los lienzos. Su sueño era ser una gran artista, pero su padre decía que eso se lo dejara para “los pibes que limpian vidrios en la cañada”. Ella estudiaría abogacía, como lo habían hecho su abuelo y él, y continuaría en el buffet de la familia. “Sos una chica bien Leticia, yo no voy a permitir que te hagás unas rastas y estés hecha una piojosa. Recordá quienes somos. Recordá tu apellido”. Frecuentemente le decía que debía mostrar una buena imagen ante los demás, que la primera impresión era importantísima, que si quería ser tomada en serio debía comportarse como una persona seria, etc. “Tu papá tiene razón Leti. ¿Cómo vas a hacerte una rasta en el pelo?”, decía su mamá. “ Ahora cambiate por favor esa remera horrible, si yo te compré un montón de ropa por qué te ponés esas cosas”. Y Leticia obedecía, no deseaba disgustar a sus padres. De hecho, la mayoría de las cosas que hacía era porque ellos habían insistido (sobre todo él, su madre simplemente lo alentaba porque no deseaba contrariarlo). Como francés por ejemplo: él le dijo que era un idioma elegante, que hablarlo la distinguiría del resto y le daría cierta solemnidad. “Imaginate cuando hablés francés fluido y viajés a Europa. Vas a ser la envidia de tus amigas”, exclamaba su mamá.
Más allá de que no compartiera el entusiasmo de su madre por despertar el celo de sus amistades, Leticia debía reconocer que francés era una de las pocas cosas que disfrutaba hacer. No sólo porque la lengua la había cautivado sino también porque tenía aquellos cortos recreos en los cuales echaba un vistazo a las obras de los expositores. Esta vez presentaban “Trole 33”; la exposición consistía en varias fotografías que había tomado el artista de las personas que utilizaban el trole en la ciudad de Córdoba. Cada imagen resumía un concepto que daba cuenta de la cotidianeidad de sus personajes. Los cuerpos y rostros de los pasajeros eran tan expresivos que las palabras sobraban. Leticia se divertía jugando a adivinar sus emociones y pensamientos: se detenía rostro por rostro y contemplaba sus ojos, su nariz, su frente… Se encontraba entretenida en esta tarea cuando descubrió algo que le cortó el aliento. Detrás de una anciana que cargaba unas bolsas del supermercado (en la cual se posaba el foco de la cámara) lo descubrió a él, a su padre. Llevaba puesto su traje azul con botones dorados (siempre decía que la vestimenta hablaba mucho de una persona y por eso siempre lucía punta en blanco) y camisa. Permanecía en el ángulo izquierdo, sentado en la otra hilera de asientos. Pero no estaba solo, una mujer lo acompañaba. Evidentemente ambos no se habían percatado que habían sido fotografiados: ella miraba por la ventanilla y él permanecía absorto, ajeno a su entorno.
Esto no le habría llamado la atención a Leticia (podría tratarse de una extraña que tomara asiento junto a él, como sucede a menudo) si no fuera porque ella se inclinaba levemente sobre su padre, lo suficiente para que pudiera verla, y le tomaba delicadamente su mano: no la oprimía con fuerzas, sino que apenas la apoyaba sobre la suya (¿Pero eso era suficiente como para sospechar que entre ellos dos existía algo?).
Se notaba en la cara de su padre que era feliz. Hacía muchísimo tiempo que no advertía esa expresión en él. En su casa o cuando salían de paseo siempre se mostraba parco, serio, seco en sus ademanes… Sin embargo allí no se preocupaba de que el resto de los pasajeros lo viesen tomado de la mano con una mujer que no era su esposa. Leticia presumía que no era una amiga suya. En principio, porque la conocería; segundo, porque una amiga no lo tomaría así de la mano. Era el brillo en los ojos de ella lo que revelaba la traición.
Se quedó unos minutos parada frente al cuadro hasta que su padre le envío un sms avisándole que la esperaba fuera. Cuando ella subió al vehículo, él la besó en la mejilla y su perfume la envolvió. Le preguntó cómo había estado la clase.
-Bien, hoy vimos el passè composè- dijo cortante y fijo la mirada en el camino: algo había cambiado y jamás volvería a verlo como antes.
- ¿Estás bien?
- Sí. ¡Ah!, en la Alianza hay una foto tuya.
- ¿Mía?
- Sí, viajando en el trole-respondió y se acarició el mechón de cabello que le caía sobre su hombre. “Mañana me hago las rastas” se dijo y sonrió.
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