Gare

Todo hombre, alguna vez, toma una decisión que sesga el pretérito del porvenir y lo determina. Escoge temeroso uno de los caminos que se bifurcan y no voltea la mirada. Pero qué sucede cuando el pasado, resistiéndose al olvido, resurge y cuestiona su decisión.

Por: Adrián Giorgio (Estudiante de Letras Modernas, UNC)

Sucedía una vez más.
El tren aceleró y Ulises, detrás. Lo corrió, aunque los zapatos nuevos le apretaban, hasta que aumentó la velocidad y ya no pudo perseguirlo. Exhausto, se detuvo en el extremo de la plataforma B. Su agitación correspondía más por aquello que se le reveló en el vagón número siete que por el esfuerzo físico que hizo por alcanzarlo. Miró hacia atrás: su morral se había abierto y los exámenes de sus alumnos se habían volado; pero eso poco le importaba ahora. Ensimismado, veía alejarse el tren y su pasado.
Era ella. La que estaba en el vagón número siete era Sofía. Es cierto que no lo saludó, pero posiblemente fue porque no lo oyó. Quizás tampoco lo había visto cuando agitaba las manos, llamándola casi eufóricamente (algo extraño en él); aunque se encontraba de espaldas, no tuvo por qué verlo. Era ella, no cabían dudas. El cabello ensortijado (siempre se quejó de él), la posición de los hombros, el cuello de cisne, la cinturita preciosa... Habían pasado los años pero jamás olvidaría su silueta, ni sus ojos. Suspiró. Aún la recordaba con su pullover verdecito y su jean claro sobre el puente, contemplando el río para evitar confrontar las miradas. Qué ironía: jamás amó tanto a una persona ni lastimó tanto a nadie. Siete años hacía ya de eso. Demasiado tiempo. Y ahora la cruzaba allí.
Qué haría de ese lado del charco, tan lejos de su pueblo, tan lejos de Córdoba. No, probablemente había alucinado. Frunció el ceño y su rostro, desgajado por el paso de los otoños, adquirió la expresión de un gran signo de interrogación. Pero el cabello, los hombros… Apostaría su sueldo que era ella. ¿Sería que finalmente había consumado su sueño y había viajado?
Ella siempre le decía que anhelaba conocer Europa, que le gustaría ver la torre Eiffel, el Coliseo y todos los monumentos de postales. Esa hambre de mundo era algo que compartían. Por eso él creyó que tal vez entendería su decisión. Era una propuesta única: trabajaría durante ocho meses en el Lutece Langue de París (después se quedaría más tiempo) como ayudante de profesor de lengua española. Si bien la paga era buena, lo que sedujo a Ulises fue la aventura que implicaba semejante viaje. Su corazón se ensanchó cuando se lo contaron; no tanto así el de ella, que se secó como el de una pasa de uva. No había razón para alegrarse: el hombre que amaba la abandonaba y la dejaba con un puñado de proyectos.
-Con que sencillez borraste nuestros tres años de noviazgo. Esto me demuestra cuánto te importaba- acusó Lucía esa vez en el puente- Tres años juntos y no tuviste el valor de contármelo antes.
-Recién hace dos semanas que me lo dijeron.
-¿Pero hace cuánto que lo pensás? Eso es lo que más me duele. Es una traición. ¿Y todos los planes que hicimos? ¿Y la idea de mudarnos a Córdoba? Te importa un carajo todo eso, ¿no es cierto? Seguramente cuando yo te contaba lo de alquilar un departamento te reías por dentro. Acaso yo era un pasatiempo. ¿Qué significó lo nuestro para vos?
-Sabés que te amo Sofía.
-¿Y entonces por qué te vas? ¿Por qué me abandonás de este modo? Admitílo, jamás pensaste en mí ni en lo que yo pudiese sufrir. Vos decidiste irte y punto.
-Para mí tampoco es fácil esto…
-Sí, pero yo no soy quien se va, quien deja todo y huye. Esta es tu decisión, no mía. Vos mataste nuestro amor. Sí, no me mirés así. Vos lo apuñalaste, lo pisoteaste. Aunque vuelvas en unos meses ya nada va a ser como antes. Algo cambió hoy.
Dichas estas palabras, un silencio incómodo se cernió sobre ellos. Él miraba los adoquines; ella, el río. Al cabo de un rato ella se animó a romper el hielo.
-Sé que siempre quisiste esto. Y yo no quiero ser la persona que trunque tus sueños- su voz era ronca- Te deseo suerte porque te amo; pero no me pidas que esté feliz- su expresión era de una honda tristeza- Andate, andate ahora, por favor. No demoremos esto- dijo casi en un susurro.
Él quiso abrazarla, pero ella lo rechazó.
-No, salí… no quiero tu compasión…-dijo comiéndose las lágrimas-No, no me toqués. Salí… yo… no quiero…- murmuró y se quebró.
Entonces Ulises la rodeó entre sus brazos y sintió su cuerpecito tibio pegado al suyo. No dijo nada, las palabras sobraban. Treinta minutos después se despidieron: ella lo besó dulcemente en la mejilla y se fue.
Mientras se alejaba por el puente, él pensó en correrla, abrazarla y prometerle que jamás se iría, que ella siempre tendría su hombro cuando quisiese un confidente, pero no lo hizo. Al igual que ahora, se quedó de pie, viendo como se marchaba. Ella: allá, cruzando el puente; él: acá. Y en medio, un abismo infranqueable.
Sucedía una vez más.
“No, debe haber sido otra. De espaldas todos se parecen” arguyó Ulises intentando convencerse de ello; era más fácil así. “Sí, seguramente”, murmuró cabizbajo. Cuando se dio cuenta que el resto de los pasajeros lo miraban azorados (su persecución había sido un pequeño espectáculo matutino en la estación de Saint-Germain) recuperó la compostura, se alisó el saco y la corbata, recogió los exámenes, los guardó y se dirigió a tomar su tren.

Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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