Uno y ella


El terremoto como excusa perfecta para retrasar un diálogo sobre sentimientos. Martín Suárez vuelve a atropellar ideas en este texto en el que Kafka tiene que ver.

La lámpara se mueve -me dijo- para mí no se movía pero yo estaba borracho y todo se movía alrededor, incluso yo, lo cual hacía que mi movimiento se correspondiese con el de los objetos dando por resultado una atmósfera de inmovilidad.
Fue el día del primer terremoto en Chile. A la tarde, me acababan de ofrecer un nuevo trabajo. “Te pagamos por información”, me dijeron, “vos averiguás de gente que necesita tal libro de tal editorial, después nos pasás nombres y teléfonos y nosotros nos encargamos de contactarlo, te pagamos por información”, repitieron.
No me gustó, me dio mala espina, me puso mueca fruncida y no gracias aunque el sueldo era tentador. Fue el día que visité a mamá y me esperaba sentada en su silla de caño roja, con toda la pericia que aún le permite su pulso intentaba cebar agua sobre el costado derecho del mate sin que se moje toda la yerba de entrada, mate ya hirviendo ya tibio; al tercero, los palitos nadaban.
A mamá se le escurrían los ojos por la pantalla en la que iban mostrando el cuerpo de alguien muerto en un asalto, primero los pies, luego las piernas entreabiertas y rodilla dislocada, los brazos estirados hacia la derecha como si hubiesen estado agarrando algo, un cuello flaco asomando de la camisa medio desabrochada, al último la cabeza sobre un charco de sangre, facciones de laucha, rulitos y ojos rasgados; mirando este tipo de cosas extinguimos el tiempo antes de la cena y mamá hasta lloró un poquito por el muerto desconocido, sobremesa, chau mamá saludos a la Tere y a papá, me esperan los muchachos para un picadito; dos a tres, yo del lado de los perdedores y encima no anoté ningún gol, debemos un asado el domingo.
De vuelta a casa y “El destino que usted intenta alcanzar se encuentra temporalmente congestionado” y aunque en parte es cierto no me lo decía una gitana leyendo las palma en blanco de mi mano sino que me lo repetía una operadora cada vez que marcaba tu número, al final hubo descongestión y pude llamarte y viniste.
Se nos escurrieron los ojos por la pantalla como antes a mamá con el noticiero de las ocho, pero esta vez era Ana que decía que nunca había sido tan bueno hacer el amor como a los dieciséis o diecisiete en que andaban todo el tiempo juntos con Otto, que nunca había tenido el corazón tan rojo como en esa época, yo ya andaba mareado por la cerveza después del partido y el vino ahora pero no tanto como para no darme cuenta de que a vos la película que habíamos pescado por azar en el cable te estaba gustando, que las lágrimas empezaban a pellizcarte por adentro de los ojos y uno no podía menos que entenderte y hacerse eco de esas lágrimas porque desde los quince o por ahí uno sabe que su amor puede adquirir dimensiones monstruosas, voraces y aunque nadie haya tenido la amabilidad aún de corresponderle con monstruosidad y voracidad semejantes uno piensa que acaso vos seas quien, en fin.
Pero estoy haciéndome el tonto con esto porque es como dice Kafka por ahí, cuando se dice “uno” en vez de “yo” la cosa todavía funciona y se puede contar algo pero en cuanto te confesás que sos vos la cosa te atraviesa y quedás aterrado, en eso estaba, confesándome que el uno que sentía todas esas cosas era yo cuando vos me dijiste que la lámpara se movía y el terremoto y en fin.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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