A la familia Rolfo, nada le iba a ser fácil en la vida. Eso bien lo sabía Delfina, mamá de Rubén, quien enviudó a los 45 años y junto con su hijo mayor se puso la familia al hombro y trabajó hasta el cansancio para sacarla adelante.
Tan dura fue la pérdida, que Delfina decidió cambiar de aires, irse de Brinckman, y recalar con toda la familia en Jesús María, allá a mediados de 1960.
Rubén venía con el oficio de panadero en el ADN y, por lo tanto, no se le podía ocurrir otra cosa que dedicarse al negocio que había aprendido de su padre y éste, a su vez, de su padre.
Tenía 18 años, cuatro hermanos menores, y un montón de temores por el futuro familiar. En estos pagos, conoció a Cristina Pereyra junto a quien comenzó a transitar la vida hasta hoy con casi 37 años de matrimonio.
Rubén todavía recuerda cuando salía con la bici de reparto -la que llevaba una canasta de mimbre sobre un armazón de hierro- a pedir prestada una bolsa de harina a algún panadero colega para poder poner en marcha la venta en su panadería. O cuando salía a realizar el reparto en una “jardinera” por las calles de la ciudad, la mayoría de ellas de tierra en una Jesús María que cambió tremendamente su fisonomía.
Cristina tiene patente el recuerdo del momento en que salió la posibilidad de comprar su propia panadería y de los reparos que ponía Rubén a que esa operación se concretara porque, según su propio testimonio “no tenían ni un peso”. Fueron Delfina y Cristina quienes insistieron hasta el cansancio y el negocio se concretó y se pagó en los diez meses en que había sido pactado.
Claro que lo que habían comprado era una casa de familia que se separaba precariamente del negocio. Hubo que hacer infinidad de modificaciones y de inversiones para que aquello pase a ser un comercio hecho y derecho.
Tanto sacrificio dio sus frutos y, a más de 45 años de aquellos inicios, las panaderías de la familia Rolfo representan una fuente de trabajo para unas 18 personas, la mayoría de ellas mujeres. Y con el tiempo fueron sumando productos de pastelería y sandwichería a los tradicionales de panificación hasta transformar el apellido en una marca reconocida dentro de la región.
Un servicio más
“Siempre trabajamos los dos solos con Rubén y con dos hijos varones siempre pensamos en que alguien iba a continuar el negocio el día de mañana. Después que hacés mucho, por ahí tus hijos se van a hacer realmente lo que les gusta y los felicito y me alegro por eso. Nos quedábamos con el miedo de saber qué iba a pasar cuando nos retiremos. Por eso, para nosotros es una satisfacción que nos acompañe Adrián”, señala Cristina en plan de confidencia sobre el negocio familiar.
Por poquito tiempo, la “Delfina” que motivó el nombre no llegó a ver el negocio inaugurado y rindiéndole merecido homenaje. Pero seguro que estaría orgullosa de ver hasta dónde llegaron: un sitio agradable donde mantener un diálogo con un café/cortado, unas medialunas saladas o de salvado de por medio, en pleno centro, justo para después de hacer trámites.
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