
¿Qué lleva a una persona a descargar su rabia, su impotencia, su frustración contra una persona a la que, supuestamente, ama? ¿Qué está pasando que una persona descarga su furia física y verbal contra alguien que eligió para compartir lo mejor de la vida? ¿Por qué aumentan año tras año las denuncias sobre violencia familiar en los estrados de tribunales? ¿Está preparada la Justicia y el Estado para auxiliar a la víctima de violencia familiar?
Lamentablemente, las preguntas son como látigos que siguen golpeando a nuestra sociedad sin que podamos hallar una sola y definitiva respuesta a tanto interrogante.
¿Qué está pasando que dos adolescentes no pueden resolver sus diferencias y terminan lastimándose con objetos cortantes a la salida del colegio?
¿Qué pasa con aquellos que van a nuestras modestas canchas los domingos y descargan su furia con una catarata de insultos contra jugadores rivales, árbitros, sin ningún tipo de justificación, cuando no terminan a las piñas en las tribunas?
¿Qué pasa que en un accidente de tránsito los protagonistas se tratan cada vez peor?
¿Qué pasa con los padres que le reprochan a sus hijos su flojo desempeño en la práctica de algún deporte casi siempre amateur?
¿Qué está pasando con adolescentes y jóvenes que se muelen a trompadas a la salida de un boliche o dentro del boliche mismo, o en los bailes, o en las mismísimas plazas de la zona céntrica?
No se puede culpar de todas estas situaciones al creciente consumo de alcohol o de drogas. Habría que ponerse a discutir seriamente si estos casos de incremento de violencia no son las consecuencias de una sociedad absurdamente estresada. Cuánto estrés innecesario hay en nuestras vidas, cómo hemos perdido la capacidad de disfrutar de las cosas sencillas de la vida, del encuentro familiar y con amigos, de los progresos de nuestros niños, de la magia de verlos crecer y transformarse en hombres y mujeres.
Hemos perdido la capacidad de ver las cosas en perspectiva y de acordarnos de la frase que inmortalizó el “Negro” Alberto Olmedo cuando decía ‘siempre que llovió, paró’. No hay mal que dure para siempre y toda derrota entraña una enseñanza.
Y hemos perdido la capacidad de utilizar las palabras, todas las que sabemos, y de incorporar nuevas palabras para entablar un diálogo que tienda puentes antes que destruirlos.
Muchos han entablado una alocada carrera por acumular cosas, materiales, ladrillos y el miedo a perder todo eso los ha vuelto vulnerables, nerviosos. Y en esa alocada carrera, como en toda carrera, hay competencia, una competencia que promete destruir mucho de lo que queremos en nombre del acumular.
Ojalá que despertemos a tiempo para ponerle freno a tanta locura y seamos capaces de generarles un futuro distintos a los que nos suceden, un futuro menos violento que éste.
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