Editorial: La que tiene patas cortas

La mentira ya no es un mecanismo de excepción sino de habitualidad, pero su extensión resulta peligrosa cuando se precisan procesos comunitarios.

“Una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad”, “Más vale una mentira que no pueda ser desmentida que una verdad inverosímil”, y “Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá” son tres frases pronunciadas por Joseph Goebbels, ministro encargado de la propaganda del gobierno de Adolf Hitler en la Alemania Nazi.
De hecho, la primera de las frases la pronunció Lenin y fue extendida por Goebbels que transformó a la mentira en un arma de alto alcance. La mentira tiene a socavar la confianza que, en secreto pacto, se firma entre la población y su gobernante.
Lo curioso de esta práctica es que se haya extendido en el tiempo y hoy se justifique una mentira en el nombre de la gobernabilidad.
Se hacen promesas de campaña que luego no se cumplen durante el mandato (existen honrosas excepciones). Se falsean datos estadísticos. Se alteran los dichos. Se inventan encuentros. Se omiten datos en las informaciones. Se cuentan solamente las partes positivas de las gestiones. Se eluden responsabilidades.
Si no son parte del entramado que corresponde a la mentira, al menos no corresponden a lo que se entiende por verdad.
Una curiosidad: muchos incurren en la mentira mientras sostienen que están diciendo la verdad, es decir, falsean hasta su propia concepción de lo falso y lo verdadero.
Algunos lo hacen como un mecanismo de defensa, pero si así fuera no deja de ser un mecanismo que aleja a la persona de la posibilidad de corregir, mejorar, superar... ¡crecer!.
La condición del mentiroso es nociva en cualquier institución, pero es peor cuando ocurre dentro del ámbito del Estado porque es el garante del equilibrio social. Si el Estado miente, qué le dejamos a los ciudadanos.
Y nos hemos topado en los últimos 60 años con estadistas que protegieron a funcionarios corruptos y coimeros, con estadistas mentirosos, con estadistas que propiciaron el trabajo en negro, el sobreprecio en la obra pública, la “cometa”.
En esos términos de falta de credibilidad es difícil convencer a la comunidad respecto de los sacrificios y esfuerzos que tiene que hacer para sacar el país adelante, o la provincia adelante, o el municipio adelante.
La función de un verdadero líder es esa: convencer al mayor número de sus dirigidos sobre la conveniencia de mantener determinada conducta ante determinados hechos.
Quizás el mal de los últimos años sea que no aparecen nuevos líderes, personas detrás de las que encolumnarse, personas a las que creerle porque sostienen con sus dichos y sus haceres la condición de “intachable”. Líderes que encabecen nuestras ciudades, clubes, organizaciones intermedias y las conduzcan al menor de los destinos sólo porque así debe ser.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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