A propósito del Día del Inmigrante que se celebró el 4 de septiembre y de las enseñanzas que muchos de ellos nos legaron.
No me resultó difícil imaginarme a mi abuelo Salvador, una vez descendido en el Puerto de Buenos Aires, con su baúl de pinotea a cuestas y un idioma completamente diferente intentando comunicarse con los argentinos que le tomaron los datos de ingreso. Tampoco me costó imaginarme la odisea de pasar la “cuarentena” en el Hotel de los Inmigrantes, hasta poder tomar el rumbo que lo llevaría un tiempo después a nuestra Córdoba. Pero, claro, hablamos de ejercicios de imaginación y no de las vivencias que en realidad significaron para muchos de los que pasaron tres meses en el mar a bordo de un vapor y escapando de la miseria y la amenaza de guerra de la Europa de principios del siglo 20.
Lo que siempre me he preguntado y para ello no tengo respuesta es por qué una persona decidiría abandonar completamente su terruño, su patria, y embarcarse hacia lo desconocido. Aunque Argentina brinda pocos motivos para la satisfacción en los últimos años, no se me ocurre qué podría hacer en otro país que no fuera el mío.
Y mi falta de respuestas se topa con las realidades. Mi abuelo se vino, dejó todo, y nunca más volvió a su pueblito en el corazón de Sicilia, Italia. Cargó a su madre y a sus hermanas y comenzó una nueva vida en la ciudad de Córdoba donde hizo de la carpintería su principal oficio.
Y aunque mantuvo varias de las costumbres que trajo de su patria natal, particularmente en la picardía demostró su adaptación al cordobés básico. Córdoba le insufló el sentido del humor que su propia tierra le había arrancado. Al menos, así lo recuerda mi padre ya que no tuve la fortuna de conocerlo personalmente.
Y resulta que de la nada que trajo en su pobre baúl, mi abuelo puedo construir su propia casa, fundar su propia fábrica, y mantener una numerosa familia compuesta por una esposa y seis hijos. ¿Es que esto ya no es posible en nuestra patria? ¿Es que un ciudadano esforzado y trabajador no puede acceder a una vivienda y un trabajo digno?
Y este reproche no es achacable sólo a los últimos gobernantes sino a los que han conducido en el país durante los últimos 60 años que vivieron momentos de gran bonanza y no supieron cristalizarlo en obras e infraestructura para devolvernos a los primeros lugares en el concierto mundial, algo que fuimos hasta 1930.
Los inmigrantes en nuestro país son el testimonio vivo del esfuerzo, del trabajo. Baste con ver las manos curtidas de muchos de ellos para saber en qué labores difíciles estuvieron y cuánto sacrifico les implicó “hacer la América”.
Pero más que una queja amarga por lo que fuimos y ya no podemos ser, la reflexión sobre el testimonio de nuestros antepasados debiera servirnos como mojón para nuevos desafíos y nuevas metas como Nación.
Hay una potencialidad desperdiciada que hay que encauzar y para ello hacen falta los mejores hombres y mujeres que sellen un compromiso con su comunidad. Ya fuimos un gran país y los inmigrantes fueron una parte importante en ese proceso. Tanos, gaitas, turcos, moishes, gringos, fueron hacedores de una Argentina que asombró al mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario