
Martín Suárez, vecino de nuestra región, enlaza reflexiones sobre la vida cotidiana con una inexplicable fuerza centrífuga que le impide rebelarse mientras viaja en colectivo.
Por estas horas en que vuelvo del trabajo, cigarrillo y caja boba como ruido de fondo, me da vueltas el asunto de mi esperar siempre esperanzado y luego trunco.
Esta mañana, como casi todos los días desde el otoño pasado, me subí al colectivo esperando desafiar mi costumbre de pasillo y sentarme del lado de la ventana pero, como siempre desde el otoño pasado, fallé. Al ajustarme la corbata, buscar el maletín y salir luego camino a la parada de la calle Córdoba se me ha convertido en un hábito ir amasando, sosteniendo, la esperanza de que voy a tener la suficiente valentía para torcerle el cuello a la rutina y abrirme paso hasta el nuevo territorio que representa para mí el lado de la ventana. Sin embargo, en el instante final flaquea mi decisión y me quedo mirando receloso ese asiento que hubiese sido mi triunfo y al que no me animo, no alcanzo a comprender más que como cobardía esta actitud que me mantiene atado al pasillo, porque las veces en que me he encontrado con que sólo quedaba libre un asiento de ventanilla he preferido quedarme parado.
Esta situación ha llegado a ocupar más espacio del que quisiera en mi vida y en mi pensamiento, apenas vuelvo a elegir pasillo cada día quedo tan enojado conmigo que me molesto como un pulóver que encogió estando puesto y por mucho que se luche no se puede sacar de encima, es decir no me aguanto. La esperanza, en lugar de darme por caso perdido y dejarme tranquilo con mi ortodoxia de pasillo, parece querer vengarse de mi cobardía y recrudece al punto de volverse una sensación física, una piel sobre mi piel, pica, arde, molesta, la siento, todo el tiempo la siento; sumados el enojo conmigo y el esperanzado esperar se tornan una sola masa confusa, un pulóver doblemente encogido, una telaraña de araña gigante, una masa oscura que me doblega.
He tratado de vivir en el supuesto de que es mi esperar uno de los tantos esperares en que está tejida la vida, me he dicho que soy un masoquista o en todo caso un exagerado, todos estamos sometidos a esperas largas y cortas todo el tiempo, esperas respecto a uno y esperas respecto al mundo, a los otros, se espera en las fila de los rapipagos, en los consultorios, se espera el gran amor, que llegue la noche, que las cosas cambien, se espera el verano, el día de pago.
A su vez hay mil modos de esperar, mil modos de entorpecer las esperas, putear, rascarse la cabeza, intentar adivinar que hay adentro de la bolsa del súper de la señora que está parada adelante, leer una revista. Yo he intentado entorpecer mi recorrido matutino, ese momento en que la espera llega a su clímax, con trucos mentales como repetir el fixture del mundial del noventa y ocho que me aprendí de memoria para ganarle una apuesta a un amigo o sumar los números de las patentes de los autos o patear la misma piedra las diez cuadras que separan mi casa de la parada.
Sin embargo, todo intento por mejorar el estado de las cosas parece inútil y el tipo que viaja todos los días a trabajar a Córdoba, soltero y con un hámster, que tiene debilidad por los videojuegos y que cada vez que puede va a la cancha, ese que soy yo, se ve forzado a ceder cada vez más territorio al esperador. Cuando comencé esta especie de juego o desafío a mi rutina pensaba que sentarme en un nuevo lugar tendría ciertas buenas repercusiones en mi modo de actuar respecto a otros planos más trascendentales de mi existencia, pero al cabo de varios meses la espera se ha vuelto sobre sí misma y no espero más que dejar de esperar, es decir desesperar, sacarme la espera de encima, zafarme de ella, aunque esto implique quedar fuera de mi, en una especie de vacío, de sinsentido, de no saber.
¿Por qué siempre en la última fracción de segundo, en el momento crucial, sigo eligiendo pasillo? Si he experimentado las nefastas consecuencias de esta elección, la intensificación del enojo, la molestia, el pulóver que cada vez aprieta más y esta más trabado y es imposible sacar…
Y por qué, ahora que ya es casi media noche, siento de nuevo la certeza de que mañana será el día en que me suba al colectivo en la parada de la calle Córdoba, corte el boleto del abono, se lo entregue al chofer, recorra a vuelo de pájaro el interior del coche para detectar los asientos libres, camine por el pasillo hasta la mitad y por fin en un acto de redención, de total conciliación cósmica, de infinito acuerdo conmigo, me siente del lado de la ventana.
Genial ! Excelente metáfora de la inercia cotidiana, me has hecho reír y reconocerme en el miedo a los cambios que tenemos muchos adultos.Ojalá`podamos leer más escritos tuyos.
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