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Editorial: Requiem para el compromiso

Cuando un ser humano valioso deja este mundo, vale la pena ensalzar sus virtudes para que cunda el ejemplo.

Elvio Humberto Roya vivió 86 fructíferos años inserto en las comunidades de Colonia Caroya (donde nació) y de Jesús María donde ejerció como docente, inspector, e infatigable hombre de la política y de las instituciones sociales.
Su desvelo estuvo puesto en la educación, desde siempre, aunque no le esquivó a las problemÔticas de la salud o de la seguridad como bien testimonian su paso por las cooperadoras del hospital y de la policía.
Su mejor mƩrito, sin duda, fue lograr que nadie lo pueda seƱalar con el dedo. Fue probo, honesto, y convencido de que la justicia social era un sueƱo realizable.
En el cenit de su vida podría haberse dedicado al reposo, a la lectura que tanto amó e inculcó, al ocio bien merecido después de tanta entrega. Pero no. Decidió seguir trabajando para la Biblioteca Popular Sarmiento, para la cooperadora policial, y para la cooperadora del hospital, sin percibir retribución a cambio mÔs que el reconocimiento de unos pocos que valoraban esa entrega, cuando la curva de la vida entraba en su tramo descendente.
Y tenĆ­a proyectos, muchos. Como su desvelo era la educación pensaba en un programa de capacitación permanente para los docentes, con evaluaciones periódicas y con incrementos salariales a medida que fuesen demostrando mayores adquisiciones de saberes. Hablaba siempre de llevarle los borradores del proyecto al ministro Walter Grahovac, quien sentĆ­a por el “maestro” Roya un particular afecto.
Y también pensaba en la realización de una suerte de justa del saber, una competencia para alumnos del nivel medio cuyo premio sea un verdadero viaje de estudios, después de demostrar que tenían los conocimientos generales mínimos exigidos para ese nivel. Tenía planificada hasta la manera de financiar ese proyecto.
Para los que tuvimos la suerte de conocerlo, el “maestro” Roya fue una especie de abuelo, un excelente compaƱero de charla, un agudo observador de la realidad, y un hombre cuyo compromiso desinteresado muchos deberĆ­an imitar.
Ya no importa si militaba en algún partido político. Ni siquiera si alguna vez hizo una travesura política, incitado por algún pícaro de los que abundan. Importa que el hombre siguió trabajando por la comunidad que tanto amó con el rostro y las manos repletas de arrugas, que no cejó ni un momento en su convicción de que éste puede ser un mundo mejor para todos.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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