La huella


Por: Raúl Torres (vecino de San José de la Dormida)

Como todas las tardes, o casi todas, porque cuando llueve, o cae nieve, bueno, nieve una sola vez cayó; o cuando hace mucho frío, o demasiado calor, o corre viento del norte, o cuando tengo turno con el dentista, o aquella vez que tuve una cita con la ayudante del almacenero, o esos cuarenta y cinco días que estuve con el yeso en la pierna a causa de mi quebradura, o los siete años que me fui a vivir a la Capital, o cuando fuimos a festejar que Argentina salió campeón, las dos veces, o cuando festejamos el triunfo de Alfonsín, que en realidad era el triunfo de la democracia, ese exceso de la estadística, como dice Borges, o decía, mejor dicho; o cuando le atacó la rabia al Tom, el perro de Don Anselmo, que no dejaba pasar a nadie; o las primeras semanas que conocí a Elvira, que tenía una moto y me pasaba el día entero arriba de ella, de la moto; o cuando perdí el documento y no se podía salir de la casa porque los soldados te lo exigían, o cuando fuimos a conocer Mar del Plata, o cuando Braian empezó el Jardín de Infantes; salí a caminar por la orilla de la ruta.
Esa tarde, me llamó la atención de manera especial una huella marcada en la arena. Parecía una pisada de un perro, pero conozco muy bien las huellas de perros, con su dibujo tan particular, y esta era completamente distinta. No se asemejaba en nada. Diría inclusive, que de ser una huella de perro, era de un perro muy raro. Tal vez pertenecía a un felino, pero no podía ser de gato, a no ser de gato montés, que no conozco, pero de los gatos que conozco, no, o por lo menos de los que conozco y recuerdo, no, porque no era huella de gato que recuerde. Aquí no hay otros felinos, que yo sepa. Sólo el león, pero nunca viene tan cerca de la ruta. Bah, yo no lo he visto. En una de esas viene cuando yo no vengo, pero yo vengo todos los días, o casi todos, como ya expliqué. Para león, era muy chica; para perro, muy rara; para gato, muy profunda. No la habían pasado por el escáner, así que tampoco era una huella digital.
Volví a mi casa aturdido por la visión y los escapes de las motos. Me senté a la computadora y entré en Internet a www.alahuellaalahuellajoseymaria.com.ar para comparar patrones. Siempre ha sido mejor el trabajo autónomo, pero tenía que sacarme la duda. No había nada que me permita asegurar qué era lo que había visto.
Encontré un link a www.footsteps.org, una ONG que intenta crear una base de datos gigantes con huellas de todos los animales y distintos modelos de zapatillas.
Apareció en la pantalla una chica de Asunción, en malla, creo que su nombre era Penélope, o Katiuska, no recuerdo bien, invitándome a conversar. Para poder hablar con ella tuve que enviar un SMS a España, instalar unos protectores de pantalla, permitir que se abran las ventanas, a pesar del frío, y la computadora se apagó y nunca más volvió a encenderse.
Me puse a buscar en los libros, pero no habían sido pisados por ningún animal nunca, salvo el hámster, ya que Braian le armaba grandes construcciones para que el animalito juegue, pero el pobre falleció al desplomarse el techo de su morada, que era la edición con tapa de madera tallada del Martín Fierro.
Me fui al bar. Allí estaban mis amigos, ensimismados en el inexorable fluir de la eternidad. No quise incomodarlos con problemas tan terrenales, o arenales, mejor dicho, así que pedí un vino tinto con soda y me olvidé del asunto.
A propósito, ¿qué les contaba?
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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