
Por: Raúl Torres (Vecino de San José de la Dormida)
Renuevan tactos, quizás olvidados. Primero es un intento casi pueril, más fallido que efectivo. Van encontrando modos, inventando códigos. La ansiedad se va esfumando en un extraño sortilegio que la transforma en diversión.
Ella es más activa en sus intentos. Él, receptivo, le habla y –a cada frase- ella responde con sus manos en él.
Ella lo mira pero él no lo nota; en cambio, intenta descifrar con su propia piel el contacto de las manos de ella sobre las suyas. Es un código que ya conocen, pero cada vez es distinto, como el amor.
Por momentos él ríe y ella lo abraza. Él le dice cosas tiernas. Ella no responde, pero con sus manos le toca la cara, como una madre al hijo que ha perdido algo muy preciado.
Él espera, atento, concentrado, y de repente estalla en una palabra, como si de un juego se tratara. Ella responde algunas veces besándole la frente y otras le pega con sus pequeños puños de manera infantil en los brazos.
Él se ríe mucho. Le divierte. Sabe cuando ella empieza a perder la paciencia y es en esos momentos cuando la consuela con su voz de barítono.
Ahora ella le alcanza el vaso con whisky que él bebe con inmenso disfrute y devuelve. Pero quiere concentrar sus sentidos sólo en el tacto, ¡tan vital, tan emocionante!, para no perder un sólo detalle.
Ella se enoja interiormente con la situación, pero elige volver a las señales, esos símbolos que con su mano provocarán en él el reconocimiento del lenguaje.
Deben pasar muchas horas para que él, ciego, comprenda lo que ella, sin voz, quiere transmitirle.
No todo se entiende. No les importa. Se los ve como a adolescentes: riéndose, tocándose, peleando, disfrutando del tacto, mucho tiempo olvidado, mientras sus nietos corren por el patio.
Excelente, magnifico, alucinante, espectacular,genial La verdad, sin palabras
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