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Gracias, papá

A propósito del Día del Padre, una reflexión sobre lo que uno aprende siendo hijo y de cómo en la vida ponemos a prueba valores.

Apredemos de los ejemplos, qué duda cabe. Y son los ejemlos que los padres brindan los que nos permiten forjar nuestra escala de valores, modelar nuestra conducta, ser buenos ciudadanos, buenos vecinos, y buenas personas, en definitiva.
Y uno más aprende cuando los padres son capaces de decir “me equivoqué” y esa frase no se queda en las palabras sino que se transforman en actitudes.
Si tenemos la suerte de que nuestros padres sean capaces de hacer eso, tendremos lecciones imborrables para el resto de la vida.
En vísperas de mi cumpleaños 18, me esperaba una carta escrita por mi padre, José María. De puño y letra, de varias páginas, y fue una de las pocas que recibí durante mi adolescencia.
Me felicitaba por mis logros de ese entonces y me instaba a lograr nuevas metas, sobre todo porque me esperaba una vida como estudiante universitario.
En la misiva, mi padre hacía un mea culpa por el escaso tiempo que habíamos pasado juntos, por trabajar en demasía en procura de un bienestar familiar, aunque en desmedro de las cosas cotidianas, de la posibilidad de compartir más tiempo juntos.
Prometía intentar revertir esos errores -yo nunca los había visto desde su punto de vista- y reencauzar una relación que era tan afectuosa como distante.
La cuestión no se quedó en ese reconocimiento sino que se transformó en hechos y hemos sido, a lo largo de los 20 años que nos separan de aquella noche, grandes amigos, grandes confidentes.
Otro mérito tuvo mi padre en el ejercicio imperfecto de esa relación porque me regaló el más preciado de los bienes que un padre puede regalar: la libertad.
Hubiese preferido, en algunas instancias, más límites, más condicionamientos, más controles, pero eso hubiese habilitado la posibilidad de echar “culpas” y sacarse de encima la responsabilidad por nuestros propios actos.
Fue con esa compañía y en el ejercicio de la libertad que aprendí muchas cosas que ahora trato de inculcarle a mis propios hijos.
Creo en la honestidad, en la decencia, en el esfuerzo, en la formación intelectual y moral, en la solidaridad con el que menos tiene, y también creo en el Evangelio y en Jesús, como guías para la vida.
Detesto la mentira, la corrupción, la malicia, la falta de compromiso, la “flojera” de valores, la trampa, el engaño, el robo, entre tantos otros males.
Fui libre para elegir esa escala de valores, pero también tuve un modelo para seguir ese camino. Y no fue un prócer ni un ser extraordinario el que me los mostró: fue y sigue siendo mi padre.
Qué lindo que es, papá, caminar por la calle y que nadie te señale con el dedo. Qué lindo que es, papá, ser parte de una comunidad y serle útil desde la profesión que elegí. Qué lindo que es, papá, poder defender a los que no saben, poder desnudar a los que mienten, poder ayudar a que la sociedad crea que todavía hay esperanzas por las que luchar.
No iba a escribirte un poema por esto. Pensé que lo más sencillo era decirte: Gracias, muchas gracias por el ejemplo.
Claudio Minoldo

Claudio Minoldo

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