En tiempos donde el conocimiento ya no tiene sentido unidireccional, un relato que nos devuelve a muchos profesores del siglo 20 en un cóctel de humor ácido y espejos reconocibles.
Por: Adrián Giorgio (Estudiante de Letras Modernas. Docente de la Asociación Educativa Pío León)
Cuando la enjuta silueta del profesor ingresó al aula, los alumnos suspiraron y maldijeron su suerte. ¿Acaso no podía ausentarse siquiera una vez a su clase? No pedían algo tan extraordinario como un accidente de tren o un secuestro, sino una simple gripe que lo postrara a su cama y los liberara de la prueba de Lengua. Pero él jamás faltaba. Ante una copiosa nevada, ante la más brava tempestad, él se presentaba de todos modos con su sobretodo azul marinero y sus zapatos oscuros.
Aquella mañana, si bien las calderas de la institución se hallaban en su máxima potencia, los alumnos temblaban. Pese a su baja estatura y su cómica narizota, el Prof. Marcial infundía miedo hasta en los jóvenes de los años superiores. Era sobre todo su expresión solemne y fría la que inquietaba y hacía sospechar que sus actos crueles y despóticos eran apenas la punta del iceberg. Entre los rumores que corrían, se decía que había desaprobado a la mitad de un curso solamente porque se había olvidado de colocar su segundo nombre; también circulaba la noticia de que harto de los errores de ortografía de uno de los pequeños, le hizo escribir el vocablo cinco mil veces en diferentes idiomas y en papel manteca, advirtiéndole que si encontraba en la hoja una sola rasgadura debería recomenzar.
Anécdotas de este tipo le hicieron la fama de un verdugo implacable. Si decía que había prueba, entonces la había. Ni siquiera ese otoño cuando se decretó la cuarentena en la ciudad él postergó el trabajo práctico. Los de primerito, las víctimas de aquel día, por lo tanto no se hacían ilusiones respecto a que él cambiara de opinión. Además no había posibilidad de calumnia: había avisado la fecha con dos semanas de anticipación y había empapelado el aula con las fotocopias del registro de evaluaciones, de modo que negarlo sería algo inútil.
El viejo (todos los profesores de Lengua lo son, es un hecho científicamente comprobado) abrió su maletín y extrajo la carpeta donde tenía los exámenes. Luego se paró frente al pizarrón y carraspeó sutilmente. En ese momento, la única mosca que volaba guardó silencio, al igual que el resto. Con un tono apático (algo común en él), dijo: “La prueba es muy fácil”, y tras hacer una breve pausa añadió, enfatizando en cada una de las palabras: “Para aquel que estudió”. Después comenzó la requisa habitual que tanto placer le causaba. Mientras los alumnos permanecían parados en una extrema rigidez, él investigaba minuciosamente entre sus pertenencias. Arrojaba gomas y cartucheras que tuviesen siquiera dos letras escritas que él considerase sospechosas; quebraba lapiceras para cerciorarse de que no hubiera papelitos en su interior; leía cartas de amor ajenas, aunque supiera que nada encontraría allí. En los pasillos y recreos se comentaba que en una ocasión incluso le obligó a un niño a limpiar con jabón y arsénico sus manitos culpables llenas de tinta, hasta que se pusieron muy rojas. Por lo que los alumnos en aquella oportunidad habían borrado los testamentos acumulados en sus pupitres, precedentes de anteriores exámenes, y el Prof. Marcial halló sólo bancos relucientes e impolutos, los cuales desprendían un leve aroma a desinfectante. Eso le molestó un poco. La mañana todavía se presentaba muy aburrida y a él se le antojaba algo con lo que desa-hogarse. Aunque ya lo haría cuando corrigiese…
Concluida la inspección, explicó cada uno de los ítems escritos en el más antiguo y complejo barroco que Sor Juana pudiera imaginar. La tarea le ocupó casi una hora, ya que se detenía para tomar un vaso de agua y humedecer su garganta; lo que indignó a los pequeños, porque, como él había aclarado, el tiempo perdido no se recuperaría. Es decir que contaban apenas con diez minutos para contestar a las veinte consignas a desarrollar, ejemplificando, por supuesto, con citas textuales (pese a que no se les permitía usar la obra).
Finalmente, entregó las evaluaciones y tomó asiento. Una treintena de cabecitas preocupadas se abalanzaron entonces sobre sus hojas en la empresa titánica de alcanzar rasposamente un seis que les diera un respiro. Hubo quien derramó lágrimas de cocodrilo, quien se orinó encima y manchó sus pantalones y zapatos, quien se desplomó sobre el piso en un colapso nervioso; pero no hubo rostros satisfechos. Como era previsible, nadie había llegado a completar los puntos. Aunque esto a él no lo inquietaba. Haría como hacía siempre: tomaría algunas evaluaciones al azar y sin leerlas siquiera las aprobaría, mientras que pondría un dos al resto. Al fin y al cabo, tampoco era un monstruo.
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